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Había una vez una mujer que, cierta mañana, descubrió que no podía respirar.

No era una enfermedad ni un accidente. Era otra cosa. Una presión invisible le anudaba el pecho como si un hilo de seda apretara desde adentro, sin romper nada, pero haciéndolo todo insoportablemente pesado. Ella lo llamó “angustia”, aunque no supiera aún de qué estaba hecha.

Intentó escapar de esa sensación. Salió a caminar, puso música fuerte, se sirvió un café, abrió todas las ventanas. Pero el aire seguía igual de denso, y el nudo igual de presente.

Esa noche soñó con un cuarto vacío.

Era un lugar sin paredes, pero ella sabía que estaba cerrada allí dentro. No había muebles, ni puertas, ni relojes. Solo una brisa suave que parecía invitarla a quedarse. Al principio sintió miedo. Pero luego, una voz —calma y firme, como la de una madre sabia— le susurró:

“No te escapes. Observa.”

Al despertar, comprendió que ese cuarto era su propia angustia. Un espacio interno que pedía ser habitado, no rechazado. Ya no se trataba de huir, sino de mirar con los ojos abiertos lo que dolía. Se sentó en silencio, puso una mano en su pecho y dijo: “Estoy acá. No tengo respuestas, pero tengo presencia.”

Fue así como comenzó a vivir de otro modo. Cada vez que sentía el nudo, cerraba los ojos y volvía al cuarto. No lo juzgaba, solo lo recorría con la mirada del alma. Y lentamente, algo se aflojaba.

Una tarde, mientras escribía sin pensar, garabateó una frase: “Todo es vacío al final.”

Al leerla, algo dentro de ella se quebró y al mismo tiempo se abrió. No era una tristeza, sino una revelación. Comprendió que había estado peleando toda su vida contra el vacío, temiéndolo como si fuera la antesala del fin. Pero el vacío no era muerte. Era espacio. Espacio para crear, para reinventarse, para descansar.

Empezó a sentarse en el vacío como quien se sienta junto a un amigo silencioso. Aprendió que no hacía falta llenarlo todo, que no todo tenía que tener sentido, que a veces, solo había que estar. El vacío no era el enemigo: era el campo fértil de lo posible.

No todas las angustias eran iguales. Había algunas —las emocionales— que llegaban con nombre y apellido: una pérdida, una ruptura, un miedo heredado.

Para esas, descubrió el poder suave de la psicología. Escribía lo que sentía, lo hablaba con alguien que supiera escuchar sin juzgar, ponía palabras al dolor. Dibujaba su tristeza con lápices de colores, como cuando era niña. A veces lloraba. Otras, bailaba. La emoción, cuando se expresaba, dejaba de ser tormenta para volverse río.

Pero otras angustias eran más profundas. No venían de afuera, sino de adentro, como un susurro existencial que preguntaba:¿Y si nada de esto tiene sentido? ¿Y si estoy perdida?

Esas no se calmaban con palabras dulces. A esas, les respondía con filosofía. Leía a los antiguos, a los que también habían dudado. A los que decían que vivir es una pregunta constante. Empezó a entender que no estaba sola en esa niebla. Que pensar era una forma de acariciar la vida. Que dudar era otra manera de creer.

Y así, sin darse cuenta, su angustia existencial se volvió puente: hacia libros, hacia ideas, hacia la profundidad que tanto había temido.

Una noche, frente al espejo, se miró largamente. Ya no era la misma.“ Ya no necesito que alguien me diga quién soy”, pensó. Y ahí lo entendió: Tenía la libertad de elegir sus creencias.

No tenía que repetir las voces del pasado. Podía soltar las ideas heredadas y crear las suyas. Empezó a preguntarse:¿Qué elijo creer hoy? Creó un pequeño altar con objetos que le hablaban: una piedra, una vela, una foto de cuando era niña. Cada uno era un símbolo de su nuevo sistema interior. Uno que no la aprisionaba, sino que la sostenía.

Finalmente, un día, la angustia volvió, pero con otro rostro. Ya no dolía como antes. Traía preguntas.

¿Qué viniste a aprender? ¿Qué viniste a dar?

Se quedó en silencio. No buscó una respuesta inmediata. Se permitió vivir las preguntas, como había leído alguna vez. Y poco a poco, en medio del día común —haciendo té, mirando una planta crecer, escribiendo una línea— descubría que estaba dando algo: una presencia, una palabra, una semilla.

El cuarto de aire seguía ahí dentro suyo. Pero ya no era una prisión.

Era su refugio.

Y cada vez que la angustia volvía, ella entraba, respiraba hondo y recordaba: Sentir no es fallar. Vaciarse no es morir. Dudar no es perderse. Es solo la vida pidiendo ser vivida con más verdad.


 
 
 
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