Ellos, los que llegan.
- Adriana Mascelloni

- hace 1 día
- 3 Min. de lectura

Hay una generación que camina hoy con pasos distintos. Los miro —jóvenes entre 25 y 35, muchos empezando familias, trayendo hijos como quien trae luciérnagas a un bosque nuevo— y siento que algo en el mundo se reordena cuando ellos hablan, crían, se equivocan, vuelven a intentar.
Nosotros, los mayores de cincuenta, crecimos en un paisaje más rígido. Había que ser fuertes, había que resistir. Las emociones se escondían como cartas prohibidas; la vida era una lista de deberes antes que un mapa de deseos. Nos educaron para cuidar la apariencia, para sostener lo que dolía sin mostrar la grieta. Y aunque fuimos valientes —porque lo fuimos— también aprendimos a sobrevivir más que a sentir.
Ellos no.
Ellos quieren sentir. Quieren entender de dónde vienen sus sombras, sus luces, sus miedos. Quieren hablar de lo que les pasa sin vergüenza. Quieren sanar lo que a nosotros nos enseñaron a barrer debajo de la alfombra.
Los veo criar a sus hijos con preguntas que a nuestra generación jamás nos hicieron:—¿Qué necesitás?—¿Cómo te sentís?—¿Qué puedo hacer distinto?
Los veo pedir ayuda sin soltar la dignidad. Llorar sin esconderse. Cambiar de rumbo aunque eso signifique empezar de cero. Nos miran con amor, pero también con una ternura silenciosa, como si comprendieran que nuestra dureza venía de un tiempo donde no sabíamos otra cosa.
Nosotros crecimos corriendo, tratando de alcanzar lo que la vida decía que había que ser. Ellos, en cambio, parecen correr menos y mirarse más. No quieren repetir las historias heredadas; quieren escribir las suyas. Buscan equilibrio donde nosotros buscábamos estabilidad. Buscan libertad donde a nosotros nos enseñaron estructura.
Y a veces pienso: qué coraje tienen. Porque es más fácil repetir que transformar. Más fácil heredar que revisar.Más fácil callar que enfrentar lo que uno siente.
Cuando los veo formar pareja, lo hacen de otra manera. No pretenden perfección, pero sí verdad. No quieren ser “para siempre” si eso significa negarse a sí mismos. Prefieren construir un hogar donde haya espacio para respirar, para equivocarse, para crecer juntos o separarse sin destruir todo el paisaje.
Y cuando los veo ser padres…ahí es donde más se nota el cambio.
Crían con conciencia, con presencia, con una especie de suavidad firme que nuestra generación está aprendiendo recién ahora. Les hablan a sus hijos como si fueran seres completos, no moldes a llenar. Les enseñan a nombrar la emoción antes que a esconderla; a respetar la diferencia antes que a temerla.
A veces miro a esos bebés nuevos, esas pequeñas almas que llegan al mundo, y pienso: qué maravilla aterrizar en un tiempo donde alguien te mira con ojos capaces de comprender lo que antes se callaba. Esos hijos crecen con un lenguaje emocional que a nosotros nos habría salvado tantas noches.
Pero también creo que este puente entre generaciones es hermoso. Nosotros tenemos la experiencia; ellos, la sensibilidad. Nosotros traemos memoria; ellos, intención. Nosotros aprendimos a resistir; ellos, a transformar.
Y en ese encuentro —en ese punto exacto donde ellos toman lo que servimos y dejan lo que pesa— el mundo se vuelve más liviano.
Quizás la moraleja sea simple: cada generación viene a reparar un pedazo del mundo. Nosotros lo empujamos hacia adelante; ellos lo afinan. Nosotros abrimos camino; ellos lo hacen habitable.
Y mientras los observo criar, amar, equivocarse, sanar y volver a empezar, siento una gratitud profunda. Porque si ellos son el futuro, entonces el futuro llega con un corazón más suave, más consciente, más libre.
Un futuro donde los hijos —los suyos, los nuestros, los que vendrán— crecerán sabiendo algo que nosotros aprendimos tarde: que la verdadera fortaleza no está en endurecerse, sino en permitirse ser humano.



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