- Adriana Mascelloni
- 12 ago
- 1 Min. de lectura

Decían que el mundo se salvaría con grandes gestos, revoluciones, palabras encendidas.
Pero ella sabía otra cosa.
Lo había aprendido mirando cómo el amanecer no hace ruido para teñir de oro las montañas,
cómo la luna crece en la noche sin pedir permiso,
cómo las raíces se abrazan bajo tierra sin que nadie las vea.
Ella era la guardiana del silencio.
No un silencio vacío, sino uno lleno de escucha.
En ese espacio, el miedo se acallaba, las heridas respiraban,
y lo que estaba roto encontraba su manera de volver a unirse.
La quietud no era ausencia.
Era un río secreto donde la fuerza se templaba.
Allí, las prisas se derretían como nieve al sol
y el alma podía reconocerse sin disfraces.
No pretendía cambiar al mundo con discursos.
Solo vivía desde su centro, cultivando un corazón sereno.
Y de esa calma, otros bebían sin darse cuenta:
un gesto que desarmaba tensiones,
una mirada que daba cobijo,
una presencia que invitaba a bajar el ritmo.
Era la quietud interior quien, paso a paso,
sin proclamarse salvadora,
iba transformando el mundo.
-