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“La mujer que tejía no era solo una mujer, ni solo un par de agujas en movimiento.” Era un latido constante en la penumbra de la cocina, un ritmo suave que marcaba las horas invisibles de nuestra historia. Sentada en su silla preferida, entre la ventana y el silencio, sus manos danzaban como si invocaran un lenguaje antiguo, uno que no necesitaba voz. Tejía para calmar el mundo, para enhebrar los días, para bordar con lana el amor que a veces no sabía pronunciar con palabras.

“Tejía la memoria de quienes amaba.” Cada punto era una fotografía sin marco, una historia apenas susurrada. Yo la miraba y comprendía que no tejía solo para abrigarnos del invierno, sino para sostener con hilo invisible los recuerdos que de otro modo se habrían desvanecido. Su tejido tenía la textura de la risa de mi abuela, el olor a milanesas recién cocidas, la tibieza de una siesta compartida. Era la guardiana de lo que fuimos.

“Tejía con la firmeza de quien no se rinde.” Había en sus manos una determinación antigua, de esas que se heredan sin saberlo. Aunque sus ojos cansados le pidieran descanso, aunque el mundo se desarmara a su alrededor, ella tejía. Incluso cuando la pena le bordaba sombras en la mirada, sus dedos seguían: adelante, atrás, una y otra vez, como si en ese acto ritual encontrara la fuerza para no quebrarse.

“Tejía como quien respira.” Era su modo de estar viva. Como si el mundo entero se organizara en torno a ese ir y venir de la lana. Como si en cada hebra estuviera su alma desplegada, suspendida en el tiempo. A veces me parecía que si dejaba de tejer, el mundo se volvería un poco más frío, un poco más triste. Ella no hablaba mucho, pero sus manos contaban historias enteras que se quedaban flotando en el aire.

“Tejía para que yo aprendiera a no olvidar.” Y lo hice. Aprendí a recordarla en los colores que eligió, en los suéteres que aún guardo como amuletos, en los ovillos que alguna vez escondí para que descansara un poco. Aprendí que hay una forma de tejer con la mirada, con la memoria, con la escritura. Que hay amores que no se dicen, pero se tejen. Que su silencio también era enseñanza, su forma de amar, pura resistencia.

La mujer que tejía ya no está. Pero yo tejí este cuento para no dejarla ir. Porque en mí quedó su última puntada, la más honda, la que aún me abraza en las noches sin palabras. En la foto estamos ella y yo. Y entre ambas, el hilo invisible que aún nos une.




 
 
 

3 comentarios

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Invitado
21 ago
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Invitado
26 jun
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Ame!!

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Mariano
20 jun
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Hermoso cuento, olores, sabores e historias. Que lindas son las prendas tejidas!

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