- Adriana Mascelloni
- 3 jul 2023
- 3 Min. de lectura

Siendo las siete y cuarto de la mañana en punto, se escucha el ruido de una llave y el pitido de la alarma quejándose por una intromisión. Al instante el sonido del tecleo de la clave hace que todo vuelva a estar en silencio.
Camina hasta su escritorio y se cerciora que todo esté en orden. Cada lápiz en su lugar, la laptop con la pantalla limpia, el escritorio sin manchas, el papelero vacío y su cuaderno abierto en la pagina con las tareas del día.
El tablero de las luces esta justo al lado de su lugar de trabajo. Como todos los días hace su ritual. Cierra los ojos, inspira hondo, sube las llaves y una vez más se maravilla de la vida escrita.
Se acerca a una de las mesas de lectura, extiende una servilleta de papel y apoya su café humeante y su par de medialunas recién compradas en el bar de la esquina. La tercera la compartió con Tony, el vagabundo de la cuadra que lo acompaña a los saltitos y moviendo su colita desde la salida del subte.
Solo tiene media hora más para admirar la centenaria cúpula de la paz.
Unos minutos antes de las ocho, las risas y el parloteo de sus compañeros lo sacan de su embriaguez. Un poco alterado y a las apuradas retira los restos de su desayuno y limpia el lugar que no ensucio.
Hace caso omiso a los excesos de habla de sus pares y comienza su peregrinaje entre las bibliotecas. Apenas les dedica una mirada y un buen día.
La mañana transcurre normal, están los clientes habituales con los que cruza saludos y apretones de mano. Los indecisos que deambulan en busca de algo, los que pasean disfrutando la belleza del lugar y los que van directo a la sección que les interesa.
Por momentos levanta su cabeza y ahí esta impecable e imponente la cúpula de la paz.
Una niña corretea por el pasillo con un libro en sus manos. Trata, de la mejor manera posible, de ayudarla con lo que busca. Su mamá la sacude para llevársela y el ve, con total resignación, como el libro cae al suelo, ajeado y tatuado con unas manitas sucias. Aprieta sus dientes, resopla y conduce al paciente hasta su escritorio para mas tarde ponerlo en el estante de ofertas.
Tan pronto como el reloj principal de la cafetería del fondo hace sonar las doce campanadas, se acerca a tomar su refrigerio. Acomoda su corbata y asila su pantalón, no sin antes pasar por el baño y retocar su entrecano cabello.
Se sienta en la mesa de siempre y la ve llegar. Sus manos se humedecen y una sonrisa tiñe de felicidad su dura y diaria expresión. Apaga su hambre con un sándwich de jamón y queso y un vaso de agua.
No podía mas que hacer eso, solo mirarla.
Sus pasos lo llevan nuevamente hasta las historias escritas. Divisa a un hombre mayor intentando alcanzar sin éxito un libro y omitiendo el cartel de aviso para solicitar ayuda. Apremia su andar, pero no llega a tiempo. El señor yace en el suelo con un golpe en su cabeza, el libro abrió una herida en su fina piel.
El retrocede, se queda estático, mira sus manos temblorosas y no es capaz de auxiliar al anciano. El libro es el culpable, está abierto en una página que le muestra una foto y un titular de un diario con fecha 4 de diciembre de 2000.
Hermoso ese lugar en Buenos Aires.